I. El deber y el prestigio
Ruego de un padre Quince años antes, en noviembre de 1889, el autor de esta carta llegaba al laboratorio de la calle Ulm en compañía de su hija Louise Pelletier, de diez años, mordida por un perro rabioso. Movido por el conocimiento de la milagrosa cura de Meister y Jupiller, Jean Pelletier apela a la intervención de Louis Pasteur, única persona capaz de salvar a su hija. Sabe la historia de esos dos niños arrebatados a la muerte hace poco más de un mes, gracias al tratamiento aplicado por el sabio. No sólo él, toda Francia lo sabe. No obstante, el riesgo es demasiado grande. Las heridas son graves y el tiempo transcurrido demasiado largo como para asegurar el éxito del tratamiento. Pasteur es consciente de ello, mide las consecuencias. Duda: treinta y siete días entre la agresión a la niña y la posibilidad de curarla. Es demasiado. Todo hace suponer que cualquier intento será vano, que no es posible curar. Sin embargo, la no intervención significa adoptar una pasividad que elude el riesgo y negar, si la hubiera, una última esperanza. Hacerlo —a la vez— representa un desprestigio profesional casi indudable. Pasteur vacila ante el dilema. La opción es implacable, dolorosa. «Es preciso no detenerse en las cosas sabidas», había dicho Pasteur años atrás. El conflicto parece resuelto de antemano. Entonces, accede al insistente ruego del padre: «Aunque no tuviese más que una posibilidad entre diez mil de salvar a esta niña —afirma—, es mi deber intentarlo.» Poco tiempo después, esta decisión habrá de comprometer su ya cuestionado prestigio, convirtiéndole en el blanco de la crítica académica y en objeto de una campaña pública de difamación. Pasteur se resuelve a aplicar su método en la enferma, mediante una serie de inoculaciones. «Día a día» —anota en su diario—. Paulatinamente, la niña comienza a dar signos de mejoría. La recuperación parece posible, ya que, al poco tiempo, puede reincorporarse a sus tareas escolares. Pero el alivio resulta transitorio. Ante la desesperación de los padres, los síntomas rábicos vuelven a hacer su aparición inesperadamente. Trastornos visuales, alucinaciones, reclaman la presencia inmediata de Pasteur. En el piso de la calle Dauphine, Pasteur pasa horas junto a la niña e intenta nuevas inoculaciones. Tal vez lo acose el recuerdo de Camille, Jeanne y Cécile, sus tres hijas muertas. Sin embargo, tal como había supuesto, sus esfuerzos resultan inútiles. Y luego, lo previsible: la muerte de Louise Pelletier provoca un estallido de indignación por parte de la Academia de Medicina. No sólo se le acusa de meterse en un campo que no le pertenece, de charlatán, de intruso, sino también de asesino, llegando a insinuarse que la muerte de la Pelletier no ha sido una consecuencia de las mordeduras del perro, sino del tratamiento al que ha sido sometida.
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