III. Caminos hacia una decisión (1483-1505)

Aldea, parroquia y escuela

En Mansfeld vive Lutero los trece primeros años de su vida. La naturaleza, el hogar, la escuela, la iglesia y el ambiente dejarán una huella profunda en su alma para siempre.

Muchos autores —sobre todo psicólogos— no han resistido a la tentación de interpretar la psicología de Lutero a partir de su hogar. Ni su padre ni su madre parecen haber sido modelos de amabilidad y ternura para con sus hijos. Un día el padre pegó tan iracundamente a Martín que el muchacho huyó amedrentado de él. Durante algún tiempo no se atrevió a hablarle ni a mirarle a la cara. Por haber robado una nuez, su madre le golpeó hasta hacerle sangre. Lutero se acordará bien de esto y años más tarde dirá a los padres: «no debéis golpear duramente a vuestros hijos porque los hacéis apocados y pusilánimes». ¿No se contaría él entre ellos?

Los psicólogos, por su parte, han visto en esta relación padre-hijo la relación de temor con un Dios implacable. Y en la conciencia morbosa, su propia culpabilidad. Son interpretaciones; nada nos permite aventurar tal teoría. Pensamos más bien en un hogar de mineros donde la rudeza y la escasez imponen un clima de austeridad. Lutero amó a sus padres, sobre todo a su padre, como lo demostró después.

Es evidente la influencia religiosa, tanto de la parroquia como del ambiente, en lo que se refiere a supersticiones y brujas. Y sobre todo al diablo.

La religiosidad infantil de Lutero está marcada por la parroquia local. La asistencia a misa en domingos y fiestas, la celebración de los ciclos litúrgicos de Navidad, Pascua, etc. y las fiestas populares son el marco en que va desarrollando su religiosidad. Dos hechos han dejado una huella definitiva en su vida. «La música es un don de Dios», repetirá siempre. Desde esta temprana edad —en que canta en el coro de la parroquia— data su gusto por la música litúrgica y el canto coral, que desempeñarán un papel definitivo en su vida pastoral. El «Magnificat», el «Veni, Sancte Spiritus», «Surrexit Christus», formaban las delicias de su sensibilidad infantil. Con razón se ha dicho que la música fue el mejor aliado de Lutero para extender la Reforma.

De estos primeros años es la siguiente anécdota que él contará más tarde y acomodará a su nueva ideología. «Cristo —son sus palabras— se nos presenta ofreciéndonos la remisión de los pecados y nosotros huimos de su presencia. Así me aconteció en mi patria siendo yo niño, cuando íbamos cantando para recoger salchichas. Cierto señor, en broma, nos gritó: ¿qué hacéis, muchachos? Nos echaba maldiciones, y al mismo tiempo venía corriendo hacia nosotros con las salchichas. Yo, juntamente con mi compañero, puse pies en polvorosa, huyendo del que nos ofrecía un regalo. Pues lo mismo exactamente ocurre con Dios. Nos ofrece a Cristo con sus dones, y nosotros huimos de él creyendo que es nuestro juez.»

También en este ambiente de religiosidad captó y vivió Lutero las deformaciones de su tiempo: supersticiones, brujas, espíritus malignos. Todo ello tendrá su expresión y su representación obsesiva en el diablo. Recuérdese lo que dijimos en el capítulo anterior. Sabemos que su madre, «honesta matrona», era supersticiosa. Se dejaba sojuzgar por una bruja, a la que tenía que tratar con reverencia suma para que no maltratase a sus hijos. La tierna imaginación de Martín volaría al compás de los relatos de su padre el minero que, con frecuencia, le narraba las historias absurdas de seres misteriosos, de espectros y estantiguas que vagaban por el túnel oscuro de la mina.

A esta acción educadora de la familia y de la parroquia tenemos que añadir la de la escuela local. En la escuela municipal de Mansfeld se enseñaba a leer, a escribir y a contar, más un poco de latín y catecismo. La escuela unitaria tenía tres grados o secciones: tabulistas: silabario, catecismo; donatis-tas: elementos de latín, arte gramatical, en preguntas y respuestas; alejandristas: sintaxis y prosodia latina. Como introducción a los clásicos se leían las fábulas de Esopo latinizadas. «Esopo y Catón — dirá Lutero— son los mejores libros después de la Biblia.»

Según nos refiere Melancthon, el maestro debía ser de la raza de los antiguos dómines que manejaban la férula con frecuencia. En una sola mañana vapuleó a Lutero nada menos que quince veces por no acertar a declinar un nombre. «No es pedagogo —dirá más tarde— el que se limita a pegar a los niños.» «Ahora ya no existe aquel infierno y purgatorio de nuestras escuelas en las que fuimos martirizados con los modos de declinar y conjugar, y donde con tantos vapuleos, temblores, angustias y aflicciones no aprendimos absolutamente nada.»


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