Renoir: Obras
LA HOSTERÍA DE LA «MÈRE ANTONY» RENOIR, Pierre Auguste (1841-1919). La hostería de la Mère Antony. 1866. Impresionismo. Oleo sobre lienzo. SUECIA. Estocolmo. The Nacional Museum of Fine Arts. Esta reunión de personajes, obra de juventud de Renoir, está tratada con cierta ingenuidad, al estilo de los retratos colectivos holandeses del siglo XVII. De ese estilo retoma la gama oscura –negro, marrón y azul oscuro– que resalta los rostros y da precisión a las expresiones. Éste no es un comedor burgués con comensales envarados y cubertería lujosa, sino una hostería de campo, la de la «mère Antony», en Marlotte. Aquí se dan cita todas las tardes los paisajistas que vienen a trabajar al bosque de Fontainebleau. La vestimenta que llevan los protagonistas de esta escena se corresponde exactamente con la que lucían al aire libre los artistas: trajes de terciopelo o camisas de tela gruesa. El cuadro de Renoir sólo refleja placidez y serenidad. Sin embargo, en la pared del fondo, las caricaturas y las notas musicales dibujadas por los estudiantes de arte que por allí han pasado indican, a quien pudiese ignorarlo, que en este sitio apacible se da cita lo más alegre de la bohemia. El mismo Renoir ha esbozado en lo alto de esta pared, a la izquierda, la silueta de Murger. El autor de Escenas de la vida bohemia, novela de referencia obligada para todos los jóvenes artistas, parece seguir con interés la conversación que se desarrolla en la mesa. En esta composición piramidal, ligeramente descentrada, todo pasa por las miradas que trazan una diagonal desde el fantasmagórico Murger, hasta el hombre muy real con sombrero de panamá blanco, cuyas palabras parecen estar sorbiendo sus compañeros. La falta de información directa impide identificar con certeza a estos tres personajes. El que está de pie podría ser Jules Le Cœur, el que está sentado podría ser un hombre llamado Bosc o Bos, y el que está de espaldas es probablemente Sisley. Su conversación no parece interesar ni a la dueña del albergue, tocada con un pañuelo anudado característico de las campesinas francesas, ni a la criada Nana, nombre que Zola haría famoso. El caniche tumbado en primer plano parece observar al pintor que bosqueja la escena fuera del campo del cuadro. Una sorprendente interacción de diferentes matices de blancos –el del mantel, el del delantal, el de la vajilla– atrae la mirada al centro del lienzo. Se podrían aislar como un bodegón aparte, las tazas, los platos, las frutas, pintados con un decidido realismo que queda de manifiesto en las servilletas sucias y en la manzana mordida. Sin embargo, el elemento esencial es el periódico con su cabecera bien a la vista: L’Événement. En efecto, este diario era entonces el tema central de todas las conversaciones de Renoir y sus amigos: Zola, encargado de comentar el Salón, había vapuleado la pintura oficial y había redactado allí un alegato en favor de Manet y su grupo. Con su naturalismo algo rústico y sus múltiples supuestos, este cuadro que Renoir evocaría años más tarde con complacencia, parece hoy una enorme foto de recuerdo.
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