La Paz Romana

Introducción

A la izquierda: Carretera romana. Timgad, Argelia. - A la derecha: Legionario romano utilizando la groma. Museo de la Civilización Romana.

«¡Escucha, oh hermosa de un mundo que te pertenece, oh Roma, admitida entre los astros del cielo! Escucha, oh madre de los hombres, madre de los dioses!» Así se expresaba, en el siglo IV, el galo Rutilio Namaciano. Y, en verdad, no se trataba de una interesada adulación por parte de un vasallo atónito. En efecto, aunque numerosos emperadores habían muerto degollados, estrangulados o envenenados, aunque magistrados y emperadores habían sido perseguidos sin tregua con proscripciones y exilios, aunque la misma capital había sido testigo del encuentro de bandos enemigos, la gran mayoría de los habitantes del Imperio gozaba de los inapreciables privilegios de la seguridad en las fronteras y de la calma en el interior. Y, para todos los pueblos, la Ciudad ejercía el papel de educadora: era, reproduciendo una expresión de Plinio el Viejo, «maestra y discípula al mismo tiempo de todas las naciones». La pax romana quería proteger la civilización a la cual Roma pertenecía: había recogido la herencia de Grecia, de Oriente, de Cartago; mezcladas con su propio genio, cada una de estas civilizaciones habría de extenderse por la cuenca mediterránea y por Europa. Y Roma infundió su amor por el orden, su pasión por la unidad. A cada pueblo conquistado le enseñó lo que era el Estado, dándoles el ejemplo de una organización de la cual conservarían la nostalgia. Tanto con su administración como con su lengua, Roma les imprimiría un carácter que ya no se borraría.

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